Muy buenos días, lectores y allegados a esta página web. En primer término, aun siendo consciente de que no resultaré lo suficientemente convincente, me gustaría entonar el "mea culpa" por esta demora sin precedentes, una dilación imprevista que ha protagonizado el mayor período de inactividad de la presente bitácora (he desterrado el término anglosajón "blog" por puro hastío), esto es, más de dos meses sin que entrada o artículo alguno fuese compartido en nuestra página de inicio. ¿La causa? La presión académica del bachillerato y, fundamentalmente, la paupérrima capacidad organizativa de la que he hecho gala y que me ha imposibilitado administrar el tiempo conforme a un planteamiento dinamizador. Por todo ello, ruego sus disculpas, que acompaño de un franco agradecimiento pues, a pesar del estatismo, las visitas no han caído profusamente y, para mi grata sorpresa, se han registrado frecuentemente lecturas a antiguas publicaciones de la página, muchas de ellas provenientes de Rusia (curioso dato).
Mi intención inicial, como ya avancé en el día de ayer a través de mi perfil en Twitter, era convertir este regreso en una entrada de reseñas y recomendaciones literarias pero, tras una honda reflexión, he considerado más oportuno reservar tal formato para ocasiones venideras y explotar este espacio en otros menesteres, mis proyectos, si es que acaso pueden ser así denominados. Quizá recuerden aquella gélida semana de marzo en que les informé sobre el cultivo de una nueva novela cuyo boceto ya había comenzado a perfilar. Pues bien, derivó en un fracaso estrepitoso. Dos párrafos sintácticamente correctos, una terminología ciceroniana y una narración sin rumbo que se asemejaba demasiado a "Crimen Paralelo", un género que deseo dejar atrás momentáneamente. No rasgué el papel por la sencilla razón de que acostumbro a escribir en ordenador, pero les aseguro que el documento ha sido condenado al rincón más obscuro e inhóspito de mi carpeta de "borradores". Desde aquella fecha (mediados de marzo) hasta el presente, no he emprendido anteproyectos de envergadura, pero sí he elaborado algunos textos que me congratularía mostrarles. Hoy, por no prolongar hiperbólicamente la entrada, insertaré un artículo de opinión que redacté semanas atrás y ha cosechado valoraciones halagüeñas. Se trata de una crítica irónica a la alta cocina y al cúmulo de despropósitos que la envuelven. Posiblemente coincidan con mi criterio, o tal vez no. Para contextualizar la culumna, habré de añadir que el texto pretende ser una "réplica" al artículo de Luís Ventoso "¿Comemos?", al que pueden acceder pulsando aquí. No obstante, no es imprescindible leer éste para captar el sentido del mío pues, en esencia, trata derivas distintas. Independientemente de su postura, allá va:
"Comentaba el compañero Luis
Ventoso semanas ha que, a su humilde parecer, el arcaico concepto de la siesta
ya había sido desterrado de nuestras vidas pero que, por el contrario,
continuaba vívido el evento de la llamada comida de trabajo, al que retrata como
una tortura maquiavélica medieval. En efecto, lo es, un mal equiparable a la
peste o a Belén Esteban, que ya es decir, oiga (porque me dirá usted qué pinta
esa señora con rostro de papel reciclado, nariz rinoplástica de mister Scrooge
y verbo barriobajero, contando intimidades y simplezas que no importan a nadie
y por las que cobra más que el presidente de España y Estados Unidos, que ya
podría el movimiento de la PAH
organizar un escrache contra esta harpía). Y conste que esto lo digo en virtud
de la libertad de expresión, no sea que Jorge Javier Vázquez me ponga verde y
tache de insensible (o alguna inventiva similar) en esa basura a la que llaman
“programa”.
“Sálvame”, a modo de ejemplo, es
una epidemia patogénica más alarmante que las comidas de trabajo, sin
desautorizar el loable juicio del periodista de ABC.
Más que los banquetes laborales,
criticaría con virulencia la mayor barbarie y ordinariez que ha construido el
hombre: la alta cocina. ¿Qué es la alta cocina? En el engalanado y almidonado
formato ostentado por la RAE, enunciaríase así: “Dícese de aquella corriente
gastronómica posiblemente ingeniada por Al Capone como método de tortura y
consistente en la composición de preparados alimenticios a escala 1:500 y
perceptibles con ayuda de un microscopio óptico destinados a humedecer
ligeramente los labios de los comensales a precio de Rolls Royce Phantom con
carrocería de aluminio y seguro a todo riesgo”. Uno de los rasgos fundamentales
de este movimiento culinario es la conversión de restos orgánicos que en
circunstancias normales harían vomitar a una cabra en sofisticadas obras
maestras, mediante su embadurnamiento con vinagres infumables extraídos de un
cementerio nuclear y substancias de origen sospechoso y nombre de ciudad
taiwanesa.
Más o menos, verosimilitud
arriba; verosimilitud abajo, la experiencia de un sujeto consumidor de esta
tendencia gastronómica sería algo así:
Antonio, 52 años, propietario de
“almacenes Ursúa e hijos”, zapatero remendón y artesano de hilo y tenazas,
divorciado. Sábado, decide darse un caprichito con unos ahorrillos que guarda
desde la boda de los príncipes “¿Por qué no?, un día es un día”, piensa el
pobre infeliz. Descuelga el teléfono, teclea un número de seis dígitos, se
equivoca al marcar y contacta con una anciana de 78 años medio sorda que lo
confunde con su sobrino de Múnich. Lo vuelve a intentar, esta vez sí. Contesta
una voz melodiosa con la novena sinfonía de Beethoven de fondo. Pide mesa y le
informan de que tendrá una libre “en seguida”. Le dan para dentro de dos años,
siete meses, 3 semanas y cuatro días. El inocente corderillo acepta “si tanta
gente hay, tan bueno será”, vuelve a pensar parafraseando un refrán que acaba
de improvisar (más le valdría arrancarse la cabeza y no pensar más).
Llega la fecha elegida, dos de la
tarde, entra en el “restaurant” (resulta ser un tugurio ornamentado con
baldosas cerámicas de gres y ventanas empañadas al mar). Su mesa se ubica tras
un pilar de contención, por lo que disfruta de unas maravillosas vistas a un
cuadro espantoso que alguien ha colgado en la pared, posiblemente por tapar
algún boquete.
Sale el maître, con una sonrisa socarrona que parece decir “te estoy
estafando, pedazo de inútil, pero tú devuélveme la sonrisa, que ya te la
borraremos de un plumazo con los 250 euros que te vamos a clavar en cuestión de
treinta minutos”. El sujeto, ataviado con una pajarita, despliega ante nuestro
zapatero una carta de aguas, vinos y selecciones para degustar. Para beber
escoge un “Giuseppe Mascarello & Figlio
Barolo Monprivato”, el primer tinto que ha encontrado, por puro descarte (quizá
le interesaría saber que su dedo y el azar han seleccionado un brebaje situado
entre los diez mejores del mundo que no
le saldrá barato). Ni siquiera abre la lista de “aguas” e, inconsciente de él,
formula la pregunta prohibida: “¿Qué me recomienda?” Es entonces cuando el
Steve Jobs de los fogones, el ladino guisandero, se relame con fruición y
prepara su embestida. Se aproxima a su víctima y, afilando las garras, le
enumera una sucesión de platos faraónicos cuyos títulos bien podrían haber sido
compuestos por el menor de los hermanos Marx: “Como entrante, permítame
sugerirle un suculento poroso de Foie con Pan de Cacahuete aderezado con una
exhibición de gambas en vainas al fuego de orujo, para continuar con un
exquisito corcón en salazón ligera con lámina de compota de frutas y salsa de
tamarindo, paso a previo a saborear nuestro sabroso talo de txangurro con sopa
de verduritas y vermú al azafrán. En el postre, le invito a testar el xaxu con
helado espumoso de coco o una porción de baklava”. El cliente, ya apopléjico por
la cadena de jeroglíficos nutricionales que no ha sido capaz de descifrar,
asiente a todo.
Llega
la primera “ración”, servida en plato de café y ocupando únicamente el orificio
interior del recipiente. El segundo es una masa amorfa y abstracta posiblemente
diseñada por Dalí y con sabor a azufre enriquecido. El tercero, más minúsculo
si cabe que el primero, toma el contorno de un sacapuntas y sabe a croqueta de
jamón y queso. El postre, un helado de la marca “Frigo” que ha sido triturado y
comprimido en una copa de champán para parecer una creación genuina, se toma de
un sorbo, y además la nata está semi-descompuesta.
Reaparece
el maître y se interesa por la opinión de nuestro querido Antonio. “La comida
muy mala, pero preciosa”, le espeta con total sinceridad. El chef, impasible,
le entrega la minuta. La broma le sale cara.
¿El
fin de la historia? Antonio abandona el restaurante con 425,63 euros menos, (el
mâitre le ha invitado a un chupito de piña, cortesía de la casa) , un hambre de
caballo en celo y las tripas retorcidas. Finalmente acaba zampándose un bocata
de chorizo en el bar “La Asturiana, menús a diez euros”, junto a un tintorro de
garrafón por el que paga cincuenta céntimos y un yogur danone, mientras se
acuerda del árbol genealógico del mâitre, de quien le concedió las estrellas
Michelín y de los “ahorrillos” acumulados desde la boda de los príncipes
gracias a los cuales ha pasado el peor rato de su vida.
Como
podrá comprobar el amigo Luís Ventoso, todavía existe en nuestro país una
perversión mayor que las comidas de trabajo a las que alude y que, aunque pase
desapercibida, continúa estafando día a día a cientos de “antonios” ilusos que
deciden lanzarse a la aventura de la gastronomía emperifollada. “¿Comemos?” "
ALBERTO ESPARZA HUETO
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Sin más dilación, me despido de ustedes. Me comprometo firmemente a , en el marco de la próxima semana, componer una nueva entrada que, esta vez sí, versará sobre recomendaciones y reseñas literarias.
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